NUEVA YORK.– La mujer, de 22 años, casi lloró cuando la larga fila de pasajeros avanzó finalmente hacia la parte delantera del avión. Llevaba soportando un dolor durante los 90 minutos de vuelo. Tenía el abdomen tan distendido y sensible que creía que le iba a estallar. Sus vecinos de asiento habían ocultado su irritación mientras ella se movía constantemente en busca de una postura cómoda. El hombre del asiento del pasillo se levantaba cada vez que ella se dirigía al baño. No sirvió de nada. No salía nada. Ni siquiera gas.
El aeropuerto internacional Charlotte Douglas de Carolina del Norte se extendía interminablemente ante ella mientras cargaba su voluminosa mochila de un hombro al otro. Cada paso sacudía sus entrañas de manera incómoda. Incluso sin el peso de la mochila, mantenerse erguida le resultaba extrañamente difícil, como si una cuerda de su interior se acortara de repente.
Encontró el auto de su madre en la fila de vehículos estacionados afuera. Mientras se sentaba en el asiento del pasajero, su madre se volvió hacia ella. “¿Qué te pasa?”, le preguntó. La cara de la joven se veía rígida por el dolor. Como siempre. Había tenido problemas digestivos toda su vida. Ir al baño con regularidad había sido un problema durante años. La leche le daba retortijones. Los alimentos ácidos le provocaban ardor estomacal. Y su estómago siempre le dolía después de sus prácticas de natación con el equipo universitario. Culpaba a las bocanadas de agua clorada que le entraban cuando nadaba en la piscina. Al menos eso había terminado, ya que se había graduado unas semanas antes. Tanto la madre como la hija asumieron que simplemente tenía un estómago sensible. Y su pediatra estaba de acuerdo. Todo parecía bastante normal.
Pero unos meses antes, la madre había notado un cambio. Un par de veces durante sus conversaciones semanales, los síntomas de los que se quejaba su hija sonaban distintos, y mucho peores. La joven siempre había mencionado su estómago sensible. Ahora describía estreñimiento, hinchazón y un dolor intermitente y terrible. Una vez, su hija sonaba tan horrible por teléfono que su madre se preocupó y le sugirió que fuera a una sala de emergencias. Pero estos dolores nunca duraban mucho, le aseguró su hija. Al verla ahora, claramente angustiada, la madre volvió a preocuparse. Pero su hija intentó tranquilizarla de nuevo: había empezado a sentirse mejor en cuanto bajó del avión. Lo que necesitaba ahora era una buena noche de sueño, dijo.
A la mañana siguiente estaba mejor, aunque su madre podía ver que seguía con el abdomen hinchado. Desayunó con ganas y se dispuso a pasar un día relajado. Pero a última hora de la tarde, la joven sintió que volvían los síntomas. Solo pudo comer un par de bocados de la cena. Su vientre creció aún más que la noche anterior. La presión era casi insoportable. Se paseaba por la casa, incapaz de sentarse y sintiendo dolor al andar. Intentó ir al baño; hacía días que no defecaba. Nada. Intentó provocarse el vómito. Se atragantó, pero solo produjo una aguda y ácida bocanada de bilis. Sintió frío, luego calor y después frío otra vez. El sudor le caía por la cara y le empapaba la camisa. Su madre, al ver la angustia de su hija, le trajo compresas frías y le sugirió que fuera al hospital una y otra vez, pero ella siempre lo postergó.
Tomó un laxante, pero no le ayudó. Se acostó y, cuando el dolor fue demasiado fuerte, reanudó su inquieta caminata. “No mejora”, anunció finalmente su madre. “Tenemos que ir a urgencias”.
Era casi medianoche cuando llegaron a la pequeña extensión de Southpark del Atrium Health Carolinas Medical Center, y la sala de espera estaba prácticamente vacía. La atendieron casi de inmediato. Un joven médico entró en la sala y se presentó. La paciente describió los extraños episodios de hinchazón, estreñimiento y dolor de los dos últimos meses. No pudo identificar un desencadenante y siempre se habían resuelto solos. Hasta esa noche.
Al examinarla, su presión arterial estaba por las nubes, probablemente a causa del dolor, le dijo la enfermera al ver la alarma de la joven. Su abdomen se abultaba hacia arriba mientras estaba acostada en la camilla. Hizo un ruido extrañamente hueco cuando el médico le dio unos golpecitos. No oyó nada cuando le colocó el estetoscopio en el abdomen, buscando los ruidos que indicaban que el intestino funcionaba. Movió el instrumento y volvió a escuchar, esta vez durante más de un minuto. Por fin oyó un pequeño gorgoteo. Su intestino seguía funcionando, aunque claramente no con normalidad. Los análisis de sangre y orina eran normales. Cuando el médico regresó, no tenía mucho que decirles. No estaba seguro de lo que pasaba y dijo que la única otra prueba que podían hacerle era una tomografía computarizada. Probablemente no mostraría gran cosa, pero valía la pena hacerla. Si se trataba de apendicitis o de algún tipo de masa, lo verían.
El médico regresó con los resultados de la tomografía y parecía un poco desconcertado. “Tienes lo que se llama un vólvulo”, entonó con gravedad. La parte inferior del intestino se había retorcido hasta formar una especie de nudo. No podía pasar ningún alimento y parecía que la sangre también tenía dificultades para pasar. Esto era grave. Una verdadera emergencia, les dijo a madre e hija. No solían ver este trastorno en personas jóvenes. Había hablado de su tomografía con el cirujano de guardia y la recomendación fue clara: su intestino tenía que ser desenrollado en el hospital principal de Charlotte esa noche.
El vólvulo ocurre cuando un segmento del colon, generalmente el colon sigmoide, que es la parte justo antes del recto, se retuerce sobre sí mismo y, a veces, sobre las arterias que lo irrigan. Es un trastorno poco común en Estados Unidos y se observa con mayor frecuencia en adultos, generalmente hombres, mayores de 60 años. En estos casos más previsibles, un estilo de vida sedentario y el estreñimiento crónico son factores de riesgo importantes. En los jóvenes, a veces se relaciona con anomalías anatómicas: un segmento del colon demasiado largo o, a veces, una mayor laxitud de las arterias, que suelen anclar el tubo digestivo e impiden demasiado movimiento en la cavidad abdominal. Los síntomas del vólvulo incluyen hinchazón y distensión –provocadas por el gas producido por los organismos normales del intestino, que quedan atrapados entre las dos zonas de torsión–, así como náuseas, dolor y, a veces, fiebre. En ocasiones, un vólvulo puede resolverse por sí solo, lo que explicaría el carácter intermitente de su dolor durante los meses anteriores. Pero esta vez no. El vuelo, con la presión reducida en la cabina, puede haber empeorado la hinchazón, apretando la torsión a medida que los gases capturados se expandían.
Llegó al hospital principal a una hora que la muchacha solía asociar con sus fiestas universitarias; era casi de madrugada cuando se presentaron dos cirujanos. Utilizarían un catéter guiado por una cámara para abrir los extremos retorcidos y liberar el gas y el contenido intestinal atrapados. El endoscopio podría entonces rotar el intestino de nuevo a su posición normal.
Cuando la paciente despertó, su abdomen se veía y se sentía casi normal. Los cirujanos dijeron a madre e hija que necesitaría otra operación para asegurarse de que no se retorciera nuevamente. Pero al día siguiente, su estómago volvió a crecer hasta alcanzar gran altura y la terrible presión regresó. Una segunda tomografía computarizada mostró lo que ya sabía: el intestino se había retorcido. Aquella noche volvió a pasar por el quirófano para que se lo desenroscaran. Dos días después, de nuevo en el quirófano, le extirparon 45 centímetros de intestino inferior y le cosieron los dos extremos. La causa del vólvulo no estaba clara –no había indicios de ninguna anomalía anatómica–, pero la operación garantizó que no se repitiera. Cuando salió del hospital dos días después, se sentía bastante bien. No tenía hinchazón y podía comer. Solo le dolía la incisión en la parte inferior del abdomen.
La operación fue hace dos años y medio. Sigue teniendo el mismo estómago sensible de siempre. Sigue sin poder comer lácteos ni gluten. Sigue sintiéndose mareada después de esforzarse en la piscina. Pero ha aceptado que así es ella. Y la cicatriz de quince centímetros es su único recuerdo de que alguna vez hubo algo más.
Por Lisa Sanders, MD
The New York Times
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