Suponga usted que un desconocido quiere un retrato de su hijo. Si fuera el año 1750, podría encargarlo a un artista; este llamaría a su puerta y pediría permiso para pintarlo, y usted podría negarse.
Si fuera 1850, podría contratar a un daguerrotipista, que le diría al niño que se quede quieto mientras la combinación de luz y vapor de mercurio graba la imagen en una pulida placa de cobre plateado. Una vez más, usted podría negarse.
Y si fuera 1950, el hombre podría comprar una Polaroid, llamar a la puerta y pedir permiso para hacer una foto del niño, y usted también podría negarse.
¿Por qué los padres e hijos de hoy deberían tener menos privacidad que sus predecesores? ¿Deberían espías, piratas informáticos o incluso agentes de policía tener acceso a fotos de nuestros hijos sin permiso? Por supuesto que no.
Pero es lo que está en juego si Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Europea se alinean con los intentos de China y Rusia de debilitar la tecnología de encriptación. Hace poco, Apple fue noticia mundial por resistirse a cumplir un pedido del Gobierno británico de acceder a datos privados almacenados en forma encriptada en los servidores de la empresa. Es decir que en vez de pedir información, los gobiernos quieren poder tomarla sin dar a los ciudadanos la oportunidad de negarse.
De prosperar estas iniciativas, los gobiernos tendrán un poder de vigilancia sin precedentes. A menudo se dice que es necesario para combatir el abuso infantil, pero hay pocas pruebas de que los niños vayan a estar más seguros si organismos gubernamentales obtienen acceso ilimitado a sus fotos, conversaciones y datos de localización. De hecho, puede que ocurra todo lo contrario, como demostraron los periodistas del Washington Post, Jessica Contrera, Jenn Abelson y John D. Harden, en una investigación sobre abusos sexuales a menores por parte de agentes de policía estadounidenses.
Para convencer a la opinión pública de que es necesario romper la encriptación, los gobiernos suelen recurrir a jerga técnica y relatos anecdóticos conmocionantes, de modo tal de presentarla como algo que sólo utilizan actores malvados. Por ejemplo, algunos legisladores estadounidenses están tratando de explotar los temores de los padres para impulsar políticas que debilitarían la protección de privacidad de los niños.
Es evidente que los millones de padres que cada día usan aplicaciones encriptadas como WhatsApp no son delincuentes. Sólo intentan proteger su privacidad y la de sus familias. Pero cuando alguien está asustado, es más vulnerable al mensaje de que la única solución es permitir que el gobierno tenga más acceso a sus vidas personales.
Para ser justos, algunos de los gobiernos que hoy buscan debilitar la tecnología de encriptación están tratando de resolver problemas reales, como la difusión de pornografía infantil, el reclutamiento de terroristas y las estafas virtuales. Pero es crucial comprender de qué manera la encriptación facilita (o no) estas actividades.
Investigadores de la Universidad de Barcelona han aportado valiosas ideas sobre la relación entre tecnología y males sociales. Como observa Paula Sibilia, tecnologías como la encriptación no son intrínsecamente buenas o malas, pero también distan de ser neutrales. Surgen en contextos históricos específicos y están determinadas por los valores, intereses y normas de su época. Estas fuerzas, a su vez, influyen sobre la visión que tienen las personas de sí mismas y de su lugar en la sociedad. De modo que para entender la encriptación, primero hay que entender el mundo que la creó.
Pero las tecnologías tampoco son meras herramientas neutrales cuya valoración sólo depende del uso que se les dé. Como señala Mariana Moyano, es posible usar un zapato para clavar un clavo o para golpear a alguien, pero no se diseñó para eso. Detrás de cada tecnología hay un conjunto de intenciones (políticas y extrapolíticas). De modo que debemos preguntarnos para qué se creó una tecnología determinada y qué intereses están implícitos en su diseño.
Por último, como sostiene Donna Haraway, hay que reconsiderar nuestra relación con la tecnología y cultivar nuevas formas de conectarnos con las máquinas y los sistemas que moldean nuestras vidas.
En esencia, la encriptación es una herramienta que nos permite decir «no» a quienes quisieran apropiarse de nuestros datos sin nuestro consentimiento. También es el fundamento de Internet en cuanto lugar donde se respeta la privacidad y hay libertad de aprender ilimitada. Toda persona debe considerarse habilitada para usar herramientas que protejan su privacidad. Habrá quien decida no usarlas, pero todos deben tener derecho a tomar esa decisión.
La campaña británica contra la encriptación es una grave amenaza contra esa libertad esencial. Los residentes del Reino Unido ya disponen de menos herramientas de privacidad que los habitantes de muchos otros países, como resultado de los agresivos esfuerzos de su gobierno contra la encriptación. Si Apple u otras grandes tecnológicas ceden a la presión gubernamental, se habrá sentado un peligroso precedente mundial, con consecuencias que pueden ir más allá de los 68 millones de habitantes del Reino Unido.
Cuando las autoridades en Washington y Londres empiezan a parecerse a las de Beijing y Moscú en lo referido a la privacidad, ya es hora de una reflexión seria. Pero todavía no es demasiado tarde para cambiar de rumbo. Quienes valoramos la privacidad en Internet debemos hacernos oír, contactar a nuestros representantes y exigirles que protejan la encriptación de los intentos de debilitarla, para preservar las libertades que las generaciones anteriores dieron por sentadas.
Jessica Dickinson Goodman fue presidenta de la junta directiva de la sección de Internet Society para el área de la bahía de San Francisco.
Ezequiel Passeron Kitroser, profesor asociado en la Universidad de Barcelona, es director de Faro Digital, una organización argentina sin fines de lucro para la alfabetización digital.
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