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Algo en qué pensar mientras lavamos los platos

Por Rodrigo L. Ovejero.

En un lugar de Lepanto cuyo nombre no quiero acordarme, Miguel de Cervantes Saavedra perdió la mano en una batalla y nunca la volvió a encontrar. Esto ocurrió en 1571, doscientos treinta y nueve años antes que la invención del reloj de pulsera, felizmente para el escritor. Desde entonces, fue conocido como el manco de Lepanto, asociación ineludible entre su desgracia y la ocasión. No podemos estar seguros si este hecho fue fundamental para que persiguiera una carrera en la literatura, pero podemos especular (y mientras menos conocimientos utilicemos para ello, mejor). Es sabido que a Miguel el apelativo que refería a su discapacidad no le entusiasmaba, precisamente, y no me parece aventurado deducir que su incursión en las letras surgió de dos motivos: el primero, la natural aversión a morir de hambre, y el segundo, la esperanza de alcanzar una obra de tal magnitud que opacara ese alias indeseable, de tal manera que la gente, al verlo llegar, en lugar de decir “ahí viene el manco de Lepanto”, dijera “ahí viene el autor de El Quijote”.

Era una empresa difícil, sin lugar a dudas, especialmente teniendo en cuenta que, en la época, los porcentajes de alfabetización de la población eran muy bajos, mientras que, en contrapartida, la gran mayoría de la gente tenía la capacidad de reconocer la falta de una mano. La popularidad de un apodo debe mucho a su facilidad para ser recordado y entendido.

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Cuatrocientos años después, podemos estar de acuerdo en que Cervantes logró su cometido, pues al día de hoy, cada vez que su obra o su persona se enseñan en las escuelas o son citadas en claustros académicos, no se hace referencia a su calidad de manco. Pero también es seguro decir que durante su vida –y el período durante el cual se respira tiene gran importancia para cada uno- no logró sacarse de encima ese alias que, además de recordarle su incapacidad, probablemente le recordaría cruentos momentos vividos en el campo de batalla de Lepanto. Sus amigos, crueles, solían bromear con él pidiéndole que aplaudiera, y cada vez que alguien lo mencionaba por el nombre se veía obligado a aclarar, segundos después, ante la extrañeza de sus interlocutores, que se refería al manco.

Investigaciones breves y superficiales no indican que el autor haya recurrido a alguna especie de prótesis para suplir la falta de su mano. Está claro que en aquella época los sucedáneos anatómicos carecían de la calidad y funcionalidad de los actuales, y en un plano estético a veces el reemplazo resultaba más aparatoso que la mera ausencia, pero ni siquiera acudió a soluciones en forma de adminículos de cierta utilidad, como podrían haber sido en su persona un tintero o un atril, incluso una pluma o el clásico garfio. En mi opinión, se trató de una oportunidad perdida, pues era muy probable que, en ese caso, le hubieran apodado “el garfio Cervantes”, haciendo énfasis en la ganancia antes que en la pérdida.

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