Desde el comienzo de los tiempos, los escribas, escribidores o escritores, al volcar en el papiro, el pergamino o el papel sus pensamientos, creaciones, ilusiones, sentimientos, imaginación, vivencias e intelectualidad, han hecho posible la existencia de la maravillosa literatura, fuente inagotable de educación, cultura, conocimiento y entretenimiento.
Y escribir una novela es el acto de tejer en un telar un vasto tapiz, pero de imaginación, pensamientos y emociones, donde los hilos de la urdimbre, aunque independientes, luego se entrelazan formando una historia. Es un viaje de descubrimiento que se inicia con una idea, una imagen, una palabra, un recuerdo y se extiende expandiéndose hacia un mundo de posibilidades infinitas.
La novela es un mapa de territorios inexplorados, un lugar donde los personajes cobran vida propia y la trama se despliega, muchas veces, de manera impredecible.
Crear una novela es un acto de paciencia infinita, en el tiempo donde los días se confunden con las noches, mientras las palabras se amasan como la arcilla del alfarero esperando encontrar la forma soñada.
En esta novela, la autora logra capturar con maestría la esencia de un pequeño pueblo del oeste provincial de Catamarca en la década de 1950, sumergiéndonos en un mundo de costumbres, paisajes agrestes y relaciones humanas, simples o complejas, que, aunque distantes en el tiempo, siguen vibrando en la memoria colectiva.
Su prosa, delicada y evocadora, con la tierna belleza de las cosas cotidianas, tiene la cadencia de una poesía que va más allá de la narrativa convencional; cada palabra parece estar pensada para resonar con los ecos de un tiempo que se desvanece pero que, en sus páginas, cobra vida una vez más.
A través de sus personajes, y con dominio del léxico y los modismos regionales, nos invita a reflexionar sobre la simplicidad del transcurrir pueblerino, los pequeños gestos de afecto y las tensiones subyacentes en un pueblo marcado por la tradición, la rutina y el silencio.
Un retrato profundo y conmovedor que, con nostalgia, ternura, y a veces con humor, dibuja las huellas de una época, pero también las de un espíritu que sigue latiendo en cada rincón de ese paraje olvidado por la historia y la geografía.
La prosa alterna con la poesía. ¡Siempre la poesía en la pluma de García, esencialmente poeta!
En esta novela con pequeñas historias enmarcadas dentro de la historia principal, lo que le confiere dinamismo, la autora no solo nos transporta, con su exquisita sensibilidad y lirismo, sino que lo hace con una maestría que convierte cada escena en una pintura realista de la vida cotidiana, cual un cuadro de José Malanca o Luis Varela Lezana. Su prosa, delicada y profunda, rescatando la devoción religiosa que coexiste con las supersticiones ancestrales, crea una atmósfera única donde la espiritualidad y lo místico se entrelazan con lo mundano.
A través de sus personajes, cuyos nombres están muy bien elegidos, pinta con una mirada aguda y analítica, aunque no exenta de nostalgia, la sencillez y las básicas condiciones, aunque dignas, en las que vive esta gente, gente de trabajo, atrapada en un ciclo de conformismo, pero también de resistencia ante un destino que parece inexorable.
La novela no solo nos retrata el encanto, las actitudes en la vida y, casi obsesivamente, ante la muerte, y el particular sabor de una época que fue, sino que, con ternura y sin abalorios, nos revela la lucha constante de un pueblo marcado por el aislamiento y la tradición secular, donde la fe y las creencias populares se convierten en el último refugio frente a la adversidad.
En conclusión, esta novela se erige como un testimonio conmovedor de sus gentes, atrapadas entre la devoción religiosa y las supersticiones ancestrales heredadas, en un escenario donde la tragedia y la esperanza coexisten en un delicado equilibrio. La autora no solo capta la imagen de un tiempo ya ido, sino que también nos invita a reflexionar sobre las luchas internas de los individuos y las comunidades que, pese a su sufrimiento, siguen adelante con una dignidad que se mimetiza en lo cotidiano.
No falta el contraste entre la vorágine devoradora de la gran ciudad, que engulle sin piedad a sus anónimos seres, con la apacible vida en la comunidad rural donde todos se conocen y comparten, solidarios, sus alegrías y desventuras.
Esta obra, que no se puede dejar de leer, ya que en ningún momento decae, por el interés en la historia y la incertidumbre del final, se convierte así en una radiografía de la existencia rural de mediados del siglo XX, en una región muy particular, donde la tradición y la vida rigurosa marcan los destinos.
Pero también florece el amor simple y auténtico, con sus momentos de ternura, ilusión y fe en un futuro, y la resignación ante lo inevitable.
Un retrato fiel de la lucha silenciosa del ser humano por encontrar, en medio de las sombras, un atisbo de luz y de esperanza.
El producto de esta pluma exquisita no podía resultar de otra manera.
Es una novela costumbrista, pero también se podría definir como novela histórica, porque cuenta, en síntesis, la memoria ancestral de un pueblo real y la semblanza de sus pobladores, muy bien caracterizados. Hasta he creído reconocer a algunas personas de la vida real en las que están inspirados ciertos personajes.
Pero, igualmente, es cultura popular, magia, tradiciones, supersticiones y leyendas.
Si tuviera que sintetizar y catalogar la novela en algún género literario, lo llamaría, muy personalmente, realismo mágico a la catamarqueña.
Le auguro larga vida a esta “Finadita”.