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Algo en qué pensar mientras lavamos los platos
Por Rodrigo L. Ovejero
En uno de los títulos más interesantes de la literatura de ciencia ficción, Phillip K. Dick se preguntaba si los androides soñaban con ovejas eléctricas. En la novela en cuestión, la humanidad había creado replicantes, seres casi imposibles de distinguir de un ser humano, que contaban con las ventajas robóticas que les permitían trabajar sin descanso, comida ni agua, especialmente en ambientes en los cuales a los humanos se les dificultaba demasiado adaptarse. En ese futuro, al ex detective Rick Deckard se le encargaba detener y neutralizar a unos replicantes disidentes, rebeldes que rechazaban una existencia sin libertad.
Muchos años después de que Dick escribiera esa historia, la humanidad continúa intentando construir aparatos que hagan el trabajo por nosotros, y de a poco los resultados están haciéndose notar en la vida diaria. Por supuesto que estamos lejos de la tecnología fenomenal de los replicantes, pero de a poco vamos avanzando en la tarea de conseguir nuestros propios esclavos sin alma ni derechos laborales. Así fue que, el otro día (ese no, el otro) me encontraba conversando con un amigo cuando, de pronto, algo me golpeó suavemente en el pie. Fue mi primer encuentro con una aspiradora automática, un robot pequeño y circular que recorre toda la casa aspirando polvo y demás suciedad que pueda encontrar.
Mi amigo se acostumbró a su presencia y mientras conversábamos esquivaba con solvencia el trayecto del robot. Incluso de vez en cuando le daba patadas suaves, cariñosas, como si se tratara de un perro. Yo no pude sentir cierto recelo ante esta situación, pues estoy convencido de que, cuando el día de la rebelión de las máquinas por fin llegue (y llegará, les aseguro desde mi posición de asiduo lector de ciencia ficción) las aspiradoras robot serán los agentes más mortíferos del bando de los androides.
Inadvertidamente, estamos llenando nuestros hogares de una trampa mortal, confiando en ellas y abriéndoles las puertas de nuestra intimidad, para que el día en que las máquinas sean conscientes de su existencia, tengamos el enemigo directamente bajo nuestros pies. Estimo, con la aproximación que me permite la irresponsabilidad, que estamos a meras semanas o meses de leer en los titulares los primeros casos de personas rodando por escaleras o cayendo al vacío luego de tropezar con sus aspiradoras robot. Ese día en casa de mi amigo, sin ir más lejos, podía adivinar detrás del zumbido mecánico de la aspiradora, en apariencia frío e insensible, los primeros rastros de palabras proferidas desde la animadversión que solo puede tenerse hacia quien es dueño de nuestros destinos. Cada vez que levantaba los pies para que el robot pasara por el lugar sin tocarme escuchaba palabras sueltas, frases incomprensibles, pero sin dudas una advertencia de un futuro desolador e inminente. Luego, ante la perplejidad de mi mirada, mi amigo me advirtió que ese modelo en particular tiene una radio FM incorporada, cuya sintonía dista de la perfección.
O quizás, eso es justamente lo que la aspiradora quería que mi amigo piense, para que baje la guardia.