Artículo extraído del sitio web de la Liga Internacional Socialista
La ofensiva brutal del Estado de Israel sobre Gaza puso en primer plano, una vez más, la naturaleza profundamente racista, colonial y segregacionista del régimen sionista. Cada vez más sectores, incluso organismos internacionales de derechos humanos, coinciden en señalar que lo que vive el pueblo palestino constituye un sistema de apartheid. Frente a esta realidad, se vuelve urgente recuperar las lecciones históricas de otro régimen de opresión que también fue denunciado y combatido como tal: el Apartheid sudafricano. Ambas experiencias comparten estructuras de exclusión institucionalizadas, represión sistemática y dominación racial, y una historia de resistencia popular heroica. Comprender las causas del colapso del régimen sudafricano aporta herramientas claves para pensar cómo enfrentar el apartheid israelí y abrir paso a una Palestina libre.
El fin del Apartheid fue el resultado de décadas de lucha obrera y popular. Una combinación de huelgas, movilizaciones, municipios insurrectos y la presión internacional que obligó al régimen a sentarse en una mesa de negociaciones[1]. Las huelgas masivas, el sabotaje, la resistencia y la solidaridad internacional, incluyendo el boicot económico y cultural, jugaron un papel clave. Por lo tanto, no fue una simple negociación entre las élites blancas del régimen y el Congreso Nacional Africano (CNA) lo que acabó con el apartheid, sino la resistencia masiva de los trabajadores, los jóvenes y los sectores empobrecidos de las ciudades.
Uno de los puntos de inflexión más significativos en la lucha contra el Apartheid fue el levantamiento de Soweto en 1976, donde cientos de estudiantes fueron asesinados por la policía en una movilización contra la imposición de hablar en las escuelas negras un idioma que no era el suyo, el afrikáans, una lengua de la minoría blanca. La represión brutal del régimen, que incluyó el asesinato de casi 200 jóvenes, entre ellos el de Hector Pieterson, un niño de 12 años cuya imagen se volvió símbolo global del horror del Apartheid, generó una ola de indignación internacional y fortaleció la resistencia sudafricana. Estos episodios, sumados a huelgas generales masivas como las que se sucedieron entre 1984 y 1986, pusieron en evidencia que ese régimen ya no podía sostenerse sin represión permanente. La acumulación de estos elementos fue erosionando la legitimidad interna y externa del régimen, preparando las condiciones para su colapso.
El asesinato de jóvenes como Hector Pieterson, retratado en esta foto, despertó la solidaridad internacional y marcó un punto de inflexión en la lucha contra el Apartheid.
El proceso de transición fue cuidadosamente diseñado por la clase dominante y el imperialismo para evitar una ruptura estructural con el capitalismo sudafricano y preservar los privilegios económicos de la minoría blanca. Lejos de desarmar los pilares económicos del apartheid, Sudáfrica se insertó al orden mundial neoliberal[2]. El gobierno del Congreso Nacional Africano se comprometió desde un principio con un programa de medidas económicas neoliberales, que le daban la espalda a las promesas redistributivas de la Carta de la Libertad[3].
Es decir, aquel triunfo democrático de 1994 marcó también el inicio de una gran desilusión para millones de sudafricanos que habían protagonizado una lucha heroica por un cambio de fondo. Las direcciones negras que encabezaron el proceso de transición, principalmente el Congreso Nacional Africano (CNA), el Partido Comunista Sudafricano (SACP) y la central sindical COSATU, el Congreso de Sindicatos Sudafricanos, jugaron un rol decisivo no solo para la resistencia, sino también en la arquitectura del nuevo régimen. Ante la oportunidad de impulsar una ruptura revolucionaria con el viejo orden, optaron por una salida negociada con la burguesía blanca y los intereses imperialistas, que garantizó la estabilidad del sistema capitalista. Bajo la bandera de la “reconciliación nacional”, aceptaron preservar la propiedad privada, renunciaron a nacionalizar sectores estratégicos como la banca, la industria minera y energética, entre otros, y mantuvieron intacta la estructura agraria y urbana heredada del Apartheid.
Todas estas definiciones contaron con la justificación de Nelson Mandela, que se apoyó en la idea de mantener la “estabilidad” y «atraer inversiones». Mandela se había convertido en un símbolo incuestionable de la lucha por la libertad y en un referente histórico del pueblo negro sudafricano, y asumió un rol central en esta estrategia de transición pactada. Su figura, que sintetizaba décadas de sacrificio y resistencia, fue utilizada por las élites locales e internacionales para legitimar una salida ordenada que no cuestionara el orden económico vigente. Durante su mandato, el CNA evitó confrontar con los grandes capitales que se beneficiaron del régimen del Apartheid y priorizó mantener “la paz social” antes que avanzar hacia una redistribución real de la riqueza o una reforma estructural. La figura de Mandela, aunque profundamente respetada por las masas, terminó siendo funcional a un proyecto que postergó indefinidamente las aspiraciones de justicia social de millones.
Otro elemento clave en esta claudicación fue el rol del Partido Comunista Sudafricano, que durante toda la transición subordinó su programa y estrategia a la dirección del CNA bajo la lógica del “frente nacional democrático”, postergando indefinidamente cualquier proyecto socialista. En lugar de luchar por una alternativa de clase, el SACP actuó como sostén ideológico y político de un gobierno que en poco tiempo se convirtió en garante de los intereses capitalistas. Esta política contribuyó a desmovilizar a los sectores más radicalizados del movimiento de masas, que venían de años de lucha y organización desde abajo.
Como lo expresa el economista y activista Patrick Bond, esta «transición de élites» consolidó una nueva clase dirigente negra aliada al capital internacional, mientras las condiciones materiales de vida de las mayorías populares cambiaban poco o nada. La frustración se extendió entre millones que habían luchado por un mundo distinto, y el racismo, si bien se hallaba despojado de su forma legal anterior, se reprodujo bajo nuevas formas de exclusión social, territorial y económica.
En la actualidad, si bien el sistema legal de segregación fue desmantelado, Sudáfrica continúa siendo una de las sociedades más desiguales del mundo. El CNA se subordinó al capital internacional y a los intereses de la burguesía nacional negra, consolidando un régimen neoliberal que mantiene al grueso de la población trabajadora en condiciones de pobreza estructural.
Hoy, la experiencia del apartheid en Sudáfrica resuena profundamente en la situación del pueblo palestino. Diversos organismos internacionales, incluyendo a Human Rights Watch[4] y Amnistía Internacional[5], han documentado que el régimen israelí constituye un sistema de apartheid: un dominio sistemático de una población sobre otra mediante la fragmentación territorial, la expulsión, la represión y la discriminación legal e institucional. Cisjordania, Gaza, Jerusalén Oriental y los propios ciudadanos palestinos en Israel viven bajo distintas formas de opresión, todas articuladas por el objetivo de mantener la supremacía étnica y religiosa sobre el conjunto del territorio.
La experiencia sudafricana ofrece lecciones clave. El Apartheid cayó no porque fuera inviable per se, sino porque la movilización masiva y la solidaridad internacional lo volvieron insostenible. La lucha palestina nos demanda, como ayer en Sudáfrica, construir la más grande solidaridad y apoyo internacional, al igual que una dirección revolucionaria que no solo se enfrente al Estado de Israel, sino también a las burguesías árabes que lo toleran y al imperialismo que lo financia[6] y lo protege, entendiendo que nada de lo que hizo y hace Israel sería posible sin el apoyo y financiación del imperialismo estadounidense, y la complicidad por omisión del resto de las potencias del tablero regional y mundial. La construcción de esa dirección revolucionaria en Medio Oriente y en el mundo es el elemento definitivo para que esas rebeliones populares no se estanquen y retrocedan como sucedió en Sudáfrica, sino que avancen en la derrota del Estado genocida de Israel y den fin a la injerencia imperialista, abriendo paso a una Palestina única, laica, no racista, democrática y socialista. Solo con esa dirección a la cabeza de una revolución socialista en todo Medio Oriente, se podrá avanzar en la derrota del régimen de apartheid sionista y hacia una verdadera emancipación del pueblo palestino.
Recordar y sacar conclusiones sobre el proceso que dio fin con el régimen de apartheid en Sudáfrica no debe estar al servicio de alimentar la falsa narrativa de conciliación entre opresores y oprimidos, de que basta con la presión diplomática o el humanitarismo burgués, sino que tiene que estar al servicio de reforzar la convicción de que los regímenes de segregación y racismo pueden derrotarse con la acción colectiva de los pueblos y el socialismo como horizonte.
Por Ariana Del Zotto
[1] Alex Callinicos, Sudáfrica: Entre la reforma y la revolución, Revista Socialismo Internacional, Edición 61 (1993).
[2] Sampie Terreblanche, Historia de la desigualdad en Sudáfrica, Prensa de la Universidad de KwaZulu-Natal, 2002.
[3] Patrick Bond, La transición de la élite: del apartheid al neoliberalismo en Sudáfrica, Pluto Press, 2000.
[4]Human Rights Watch, Cruce de un umbral: Las autoridades israelíes, sus crímenes de apartheid y la persecución, 2021.
[https://www.hrw.org/report/2021/04/27/threshold-crossed/israeli-authorities-and-crimes-apartheid-and-persecution]
[5] Amnistía Internacional, El apartheid israelí contra la población palestina: Cruel sistema de dominación y crimen de lesa humanidad, 2022.
[https://www.amnesty.org/es/latest/news/2022/02/israels-apartheid-against-palestinians-a-cruel-system-of-domination-and-a-crime-against-humanity/]
[6] Servicio de Investigación del Congreso, Ayuda internacional de Estados Unidos a Israel, actualizado en 2023.
[https://sgp.fas.org/crs/mideast/RL33222.pdf]