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Algo en qué pensar mientras lavamos los platos
Por Rodrigo L. Ovejero
El 31 de octubre de 1926 no solo fue el día posterior al 30 de octubre de aquel año, como suele ocurrir, sino que también fue el día en que Harry Houdini se escapó por última vez. Tenía en su haber una serie interminable de decepciones, invicto en el arte de defraudar a sus espectadores, a quienes prometía riesgo mortal para al fin y al cabo salir con vida, como lo haría cualquier hijo de vecino.
Existe -permítaseme esta licencia de mi fe en la humanidad- una verdad incuestionable en los motivos por los que vemos a una persona desafiar la muerte, y es la expectativa de que efectivamente se muera, a tono con el riesgo del truco. Personalmente, cada vez que veo a un artista sortear un peligro mortal me siento estafado. Es decir, me alivia que haya salvado su vida -aunque nadie lo obligó a arriesgarla, seamos claros-, pero internamente me queda esa mínima decepción de no haber presenciado un momento verdaderamente memorable. Un amigo, por ejemplo, estuvo presente en un circo en una ocasión en la que una mujer recibió una puñalada -en el escenario, menos mal- en el transcurso de un espectáculo que consistía en arrojarle puñales cerca sin lastimarla. Para ella no resultó tan divertido, por supuesto, pero mi amigo obtuvo una anécdota para toda la vida. De hecho, es su anécdota de cabecera (todo el mundo tiene una).
Yo nunca tuve la suerte de mi amigo, todas las destrezas que he presenciado para escapar de la muerte han tenido por consecuencia el consiguiente escape, una sucesión interminable y monótona de gente que no tiene el coraje artístico de morirse en el escenario. A estas alturas estoy cansado del mismo desenlace, no hay globos de la muerte ni proezas funambulísticas que me emocionen pues todas terminan en un final que podría catalogarse como feliz, pero poco comprometido con el impacto al espectador.
En todos estos años de infinita paciencia lo más cerca que estuve de presenciar un acto digno del recuerdo fue cuando vi por televisión en vivo al hijo de Tu Sam (estoy seguro de que tenía un nombre propio, pero no importa) enfrentarse a la muerte y estar a punto de perder, pero salvarse a último momento con ayuda de sus asistentes. Por alguna razón que probablemente ni siquiera él entendía, se había sumergido en una pileta, encerrado dentro de una caja, con las manos atadas y el corazón roto (esto último es especulación, lo admito). Estimo que sus intenciones eran salir de allí por sus propios medios, pero no es lo que ocurrió, la vida es lo que te pasa mientras estás ocupado tratando de salir de una caja debajo de una piscina, quizás pensó, contrariado por la situación. Minutos después, mientras lo veía inconsciente, respirando con la asistencia de un tubo de oxígeno, no pude evitar una mueca de disgusto ante lo que todavía considero otra oportunidad perdida.