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Mundos íntimos. Quiero agradecer a dos amigos de la primaria que se atrevían a estar conmigo aunque en la escuela me decían maricón.

Colegio de provincia hacia fines de los setenta. Colegio de varones. Colegio de curas. Los primeros años de la primaria. La maestra se llamaba Yolanda, tenía una hija muy linda que me adoraba y mis compañeros me decían “maricón”. Me lo siguieron repitiendo, en cada oportunidad que podían, desde la primaria hasta que salí huyendo en quinto año del secundario, salí como un ahogado que emerge del agua y toma aire con desesperación. Salí de ahí o salí en parte, otra parte sigue soñando esos años o la escribe y ficciona, o la hace intentos de olvido que a veces funciona y otras no tanto.


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En aquel momento no existía o no había escuchado la palabra bullying, se usaban otras expresiones, como “te agarraron de punto, no es grave”, “no les hagas caso, en algún momento se van a cansar” entre tantos remedios caseros para tolerar el agravio permanente.


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En esos doce años de escolaridad problemática hubo algunos elementos balsámicos. Un año, por una mudanza, dejé de ir a ese colegio privado, de varones, y asistí a una escuela pública, mixta, con chicas y chicos que venían de los barrios más diversos. Ese año no me burlaron y me hice un par de amigas. La escuela tenía un patio de tierra y en uno de los recreos nos daban mate cocido con una factura y recuerdo haber sido feliz con un sol de otoño y calma. Sé que no sirve como ejemplo el no ataque en la escuela pública, supongo que las agresiones ocurren en cualquier lado. Pero ese fue mi remanso. Había una diversidad en esa escuela donde mi rareza quedaba perdida entre otras.

Aquellos años. Santiago Loza en la escuela primaria. Detrás, la foto del curso, él sin difuminar.

El otro elemento balsámico estuvo en esa escuela fatídica de uniformes azules. A veces, mientras las banditas se preparaban para jugar a la pelota o se ponían a jugar a las figuritas, había dos chicos que se alejaban de la manada un rato y me hacían compañía.

Un día tranquilo. Santiago Loza en su Comunión.

La memoria es ingrata, no recuerdo sus nombres ahora, y tal vez si los recordara preferiría no escribirlos o los cambiaría. Esos dos chicos se ponían a conversar conmigo en un rincón del patio. Cada tanto alguno de los otros, mientras jugaban, les preguntaban a los gritos por qué ellos se juntaban con un maricón.

Estos dos amigos iniciales resistían lo que podían a mi lado para después unirse al resto. Iban, jugaban, pero cuando los otros se descuidaban o bajaban la guardia, volvían a estar cerca y a conversar.

¿De qué hablábamos? No lo sé, no sé de qué hablan los niños de ocho años en un invierno frío y setentoso. Recuerdo que uno de ellos me dijo: a veces le cuento las cosas que decís a mi papá y se muere de risa.

No puedo acordarme qué cosas que diga un nene de ocho años puedan hacer reír al padre del compañero. Se me ocurre que utilizaba mi escasa pirotecnia discursiva para cautivarlos, para que se quedaran un rato más a mi lado. Mi primera estrategia de supervivencia: el humor. No era el chiste. Eso se los dejaba a los otros, que no paraban de hacerme chistes groseros. Lo mío era un humor subterráneo, a veces cristalino, a veces sombrío; un humor que brota del desconsuelo, un humor que desde siempre o casi siempre me acompañó. Un humor secreto, que pocos conocen, un sentido del humor del que mira de costadito, de quien no tiene, ni va a tener centralidad y, desde ese margen, puede mirar el ridículo de los demás, de los otros, de todos, de sí mismo.

Tampoco quedaba otra que reír cada tanto porque si lloraba el ataque podía redoblar.

El humor solapado de los débiles hacía que tuviera estos dos amiguitos semi leales.

Ellos, los amigos iniciales, los que no puedo nombrar, al apartarse del conjunto podían volverse sospechosos. Como si al hacerse amigos míos pudieran perder su virilidad, sus cualidades para jugar a la pelota. Acercarse al que es señalado los podía salpicar con las burlas, debilitarlos y convertirlos en seres raros, intermedios, también un poco maricas.

Supongo que por esos motivos con el tiempo se alejaron, ya no recuerdo. Luego vinieron otros amigos y amigas, pero a ellos, los primeros, los tenía olvidados. Y ahora puedo valorarlos como la primera trinchera afectiva contra el insulto.

Esos años de escuela/infierno moldearon mi carácter. Utilizo la palabra “moldear”, que suena suave como quien hace con sus manos una delicada cerámica, pero también se moldea a puro golpe algunas piezas de herrería. Me refiero a los golpes, como esos de “Los 400 golpes” con los que titulaba esa película de infancia Truffaut. Los golpes le dieron la forma a mi carácter, no es este el espacio para autodefinirme, pero menciono un par de características, me volví tal vez desconfiado y algo huraño. Una persona rara en lo laboral, que no sostiene demasiado la sociabilización. Quizás porque todavía queda como reflejo que no se sabe por dónde pueda venir el próximo golpe. Como si siguiera ahí presente ese niño que miraba sin entender demasiado el comportamiento de los varones. Esa manada que iba haciendo complicidades para hostigar al diferente y para sentirse fortalecidos. Estableciendo una guerra desigual.

Los ecos continúan. Pero siempre está el amparo de las amistades. Están y estuvieron. Guía básica de supervivencia: busqué con urgencia amigas y amigos confiables.

Si he llegado hasta acá se lo debo a las amistades que tuve. Al decir “hasta acá”, me refiero a escribir esto, en este día, poder nombrarlo. Intento ser más preciso, si he llegado a escribir, a encontrar la forma, a transitar un camino artístico, tuvo que ver con esas alianzas que se fueron estableciendo. Temporales algunas, otras duraderas, imprescindibles siempre.

Tengo y tuve amigas y amigos, no son una multitud, pero ahí están, titilando como estrellas. Tengo algunas amistades en otras partes del mundo. Tuve una amiga europea, la veía una vez al año, no nos comunicábamos tanto, al reencontrarnos, la conversación proseguía desde el mismo punto, como si nos hubiésemos visto ayer. Falleció, la extraño cada día. Tengo una amiga oriental, escribí sobre ella varias veces, la volví un personaje casi de aventuras, lo exótico de Asia dejó de serlo junto a ella, lo lejano se aproximó, puede que sea una ilusión, pero las amistades nos brindan ese tipo de encantamientos.

Tengo amistades variadas. Soy una persona afortunada ahora que lo pienso, tengo la dicha intensa de conocer la amistad. Soy una persona privilegiada. Tengo amigos en los distintos puntos cardinales. Ahora mismo, alguien me está pensando. Y saber de eso, me reconforta, me da ánimo, hace que el día continúe y yo encuentre las ganas necesarias para transitarlo.

Y no es que esas amistades fueron o son un vergel o no hubo conflictos. Me distancié de algunas amistades, también volví a encontrarme.

Tengo cotidianidad con un amigo con el que nos distanciamos diez años, nos reencontramos, nos dimos un abrazo y seguimos. Con otras amistades tal vez no sucedió, no todavía al menos.

Hay una amiga con la que nos conocemos hace añares y nos llamamos por la noche por teléfono para repasar el día. Mantengo esa costumbre telefónica. No lo mencioné, soy una pieza de antigüedad. Tuve otra amiga con la que manteníamos conversaciones telefónicas por horas, cuando por fin cortaba, agotado de hablar, tenía la oreja roja color fuego.

Adoro conversar con mis amigas y amigos, yo, que no soy alguien de mucho hablar, que suelo ser más bien silencioso, me torno parlanchín, a veces verborrágico.

Puedo recordar las conversaciones fundacionales de algunas amistades. Tuve un amigo en la adolescencia con el que conversaba horas, imaginando el futuro, con temor y esperanza. Esas charlas fueron un alivio en esos años complicados y me ayudaron a crecer.

Hace unas noches una amiga me decía que le costaba a esta edad (pasados los cincuenta) hacerse de nuevas amigas, que ya no funcionaba, que no era igual. Coincido, no tengo demasiados incorporaciones en los últimos años, simpatía, afecto, pero amistades, esas que dejan marcas, quizás no.

Esas personas con las cuales se baja la guardia y se habla cualquier cosa, se camina tranquilo por cualquier lugar. Quienes me conocen también saben cuándo y cómo estar. Me acompañaron en momentos complejos y en otros alegres, nos gusta encontrarnos, pero también saben en qué momento retirarse, dejarme esos espacios, alejarse y estar. Ese delicado equilibrio que deberían tener las buenas amistades.

Tengo un amigo que es muy alto, trabajamos juntos y nos divertimos, con él he recorrido lugares por los que jamás me hubiera animado solo. La amistad me volvió intrépido, me impulsó a correr límites, a mí, que siempre he sido tan temeroso. Por la amistad hice películas, viajes, escribí libros, lloré, tuve duelos y armé cenas inolvidables.

Hubo unos años en la juventud en los que viví en la casa de unos amigos. No sé cómo lo recuerden ellos, cada quien tendrá su versión, la mía es que fueron como unas largas vacaciones. Era en el medio de una crisis argentina, una de las tantas, no teníamos trabajo, todo era un espanto, pero conversábamos mucho y también nos reíamos a más no poder.

Las amistades cercanas son las que preservan mi humor, el arma secreta. Se ríen conmigo; no sé si siempre con ganas, pero se ríen. Tengo personas cercanas que son un poco melancólicas, entonces me empecino en hacerlas reír, a veces lo logro, es mi pequeño superpoder.

El resto del mundo me mira de lejos como un señor muy serio y algo extraño.

Sé que no son tiempos en los que la ternura esté de moda. Tal vez por eso mismo, veo que la amistad vuelve a estar de moda, se escriben libros, hay obras de teatro, se necesita hablar, volver a valorizar esa hermandad elegida.

Yo vengo acá a hacer mi pequeño aporte.

Tenía ganas de traer a este presente a las primeras amistades. Las amistades pioneras. Las primeras que se animaron a quererme. No siempre fui agradecido con quienes me quisieron. Por eso mismo, ahora que tengo la posibilidad lo digo. Gracias a esos amigos olvidados. Gracias a los primeros amigos.

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