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Un Código para que no pague el que no las hace

El Código Penal argentino fue sancionado en 1921 y mantuvo, durante la primera parte del siglo XX y hasta casi acabado ese siglo, a pesar de varias reformas sustanciales y del agregado de leyes penales autónomas (como la que pune el narcotráfico, Ley 23.737), una coherencia interna sólida y un marco dogmático estable.

El siglo XXI y su hiperglobalización, acompañado por reformas tecnológicas y comunicacionales sin precedentes, hizo que todo, incluido el delito, se tornara global, vertiginoso y líquido. Bajo el prisma de esta modernidad, hemos tenido que soportar reforma tras reforma para intentar cubrir una realidad social cada vez más acelerada y compleja, plagada de fenómenos novedosos frente a los cuales somos prácticamente analfabetos, quedando frecuentemente indefensos ante las nuevas modalidades delictivas (pensemos en los delitos informáticos o mediante I.A., por ejemplo). Pero también, detrás del espiral de parches, retoques y remiendos a la ley penal subyace la ilusoria –hasta inocente me animaría a decir– idea de que la ley penal incide drásticamente en la solución a problemas de inseguridad que, no hay dudas, tienen raíces complejas y mucho más profundas. ¡Solo con el Derecho Penal no hacemos nada!

Desde la política oficial se señala que la reforma del Código Penal es esencial para tener una mejor seguridad. Lo interesante del caso es analizar si efectivamente una reforma del Código Penal beneficiaría a la seguridad común. En todo caso, vale preguntarse: ¿seguridad cómo, para quién y, sobre todo, contra quién?

Inicialmente, seguridad significa fijar con rigor cuáles van a ser las consecuencias de los actos humanos, e implica —aplicando el sano juicio común— la potestad de conocer de antemano el decálogo de lo que está formalmente prohibido. Es bastante sencillo asociar que aquellas acciones que traen aparejada una pena están prohibidas.

En segundo término, el beneficiario de un previo muestrario de acciones punibles (código) es el ciudadano. Si el obrar humano pudiera medirse con la premisa económica básica del costo-beneficio, resultaría simple calcular el precio de hacer o dejar de hacer algo. Un nuevo Código Penal beneficia al ciudadano en la medida en que le facilita conocer a qué atenerse frente a sus propios actos.

Pero la más interesante de las respuestas a los interrogantes planteados es la tercera, y aquí recae una confusión permanente y esencial de muchos analistas. Un buen Código Penal puede que sirva de disuasor de algunas pocas conductas, sobre todo para aquellos delincuentes que planifican los costos a pagar ante una posible frustración del delito por el diligente actuar de las agencias estatales predispuestas para enfrentarlo, prevenirlo y castigarlo. Sin embargo, en criminología están ya medidos los magros resultados que tiene, como herramienta de prevención, la cantidad de pena que hipotéticamente pueda recaer por la comisión de un delito. Más pena no es igual a menos delito, sino más bien un síntoma de una realidad de crecimiento de la criminalidad. Un crimen pasional o de género difícilmente pueda evitarse porque el autor, antes de emprender su furioso y discriminador ataque, haya leído la probable sanción acarreable.

Por supuesto que estas palabras de ninguna manera buscan sugerir un renunciamiento a la penalidad. Es una función esencial de Estado castigar las conductas disvaliosas que ocasionan perjuicios, pero la norma penal no está dirigida a los que delinquen, sino más bien es una garantía para los que no lo hacen. Las garantías penales son garantías negativas en contra del Estado, en cuanto marcan qué es lo que no se puede castigar. Ello asegura un marco de libertad plena para quienes —la gran mayoría de los ciudadanos— no cometen delitos. Hoy, ante la incertidumbre legislativa, es imposible conocer a ciencia cierta qué está castigado porque hay leyes penales desperdigadas por todas partes.

El Derecho Penal, y el Código Penal como expresión sistematizada del conjunto de leyes penales, está dirigido a contener el monopolio del poder estatal de castigar. A partir de la existencia de un cuerpo ordenado de normas, los ciudadanos podremos conocer a ciencia cierta la esfera de lo punible y, la contracara de ello, el espacio de libertad dentro del cual el Estado no podrá extender sus garras de leviatán contra el ciudadano.

Es necesario entender que el Derecho Penal es la herramienta del ordenamiento jurídico destinada a pacificar situaciones conflictivas que inicialmente eran resueltas a través de la venganza entre hombres (ojo por ojo). Por esa razón, debe aportar racionalidad al Estado de Derecho y recortar sus propias facultades punitivas. Un reconocido profesor de derecho de la UBA sostiene que: “En un Estado de Derecho se debe defender al individuo con el Derecho Penal, pero además, del Derecho Penal.” (Donna)

La codificación tampoco es una novedad, sino que es hija de la Ilustración como forma de morigerar las arbitrariedades del Estado y del poder de los inquisidores. Es más, el cimiento del Derecho Penal moderno es una pequeña obra titulada Tratado de los Delitos y de las Penas, de Cesare Beccaria. Ese trabajo nació como fruto del miedo del autor, estando preso por no querer casarse con la mujer que su padre —un Marqués— había elegido para él, a ser juzgado por un tribunal de la Santa Inquisición. Allí se destacaba la necesidad de que el castigo debía ser la consecuencia de leyes dictadas con anterioridad (principio de legalidad penal) y que no podían quedar al arbitrio del inquisidor de turno. Varios de los postulados de Beccaria se vieron reflejados en la Declaración Francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano y, aún más, en la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia de 1776, donde ya se mencionaba la necesidad de garantizarle al ciudadano protección frente al poder estatal. Por supuesto, nuestra constitución nacional, en su art. 18, también recoge estas ideas, de allí que “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso…”

Entonces, volviendo al proyecto de reforma que se propone desde el Poder Ejecutivo Nacional, considero trascendental tomarlo con la seriedad que las circunstancias y los tiempos imponen. Sabiendo que es inexorable recuperar un cuerpo ordenado de normas penales frente a un código —el de 1921— que ha quedado obsoleto y ha sido desguazado, pero también firmes respecto de que su finalidad no es que “el que las hace, las pague”, cual si se tratara de una venganza primitiva, sino para asegurarnos los beneficios de la libertad y para que el que no las hace no las pague.

Debemos recuperar previsibilidad para la ciudadanía, reorganizar un sistema actualmente fragmentado y muchas veces incoherente, ajustar el desfasaje de la penalidad sobre los delitos de corrupción, lavado de dinero, etc., así como atender (tipificar) las modernas modalidades delictivas. Sin embargo, debe advertirse que esa labor no puede nacer ni desarrollarse con una mirada ingenua del fenómeno criminal ni alimentando expectativas sobredimensionadas respecto de la incidencia que un Código Penal pueda tener en la seguridad pública. La codificación, por sí sola, no reducirá los índices delictivos; pero sí podrá contribuir a punir nuevas formas de criminalidad, ofrecer mayor orden, igualdad en la aplicación de la ley y garantizar libertad frente al poder punitivo.

Debemos evitar caer en la hipercriminalización, especialmente cuando se pretende trasladar al Derecho Penal la resolución de problemas sociales, administrativos o económicos que deberían recibir respuestas más adecuadas desde otros ámbitos del ordenamiento jurídico. Como portador de la respuesta más violenta, el Derecho Penal es el último eslabón al que debemos recurrir. No debe convertirse en una herramienta para la regulación de lo cotidiano ni para la gestión de la conflictividad social ordinaria.

Queda pedir prudencia para no caer en esnobismo punitivo y que lo que ayer fue el ASPO (aislamiento social preventivo y obligatorio) con sus penalidades previstas inconstitucionalmente por un decreto (297/2020), no lo vaya a ser, apoyado nuevamente por la coyuntura económica, la criminalización de la falta de equilibrio fiscal e instituyendo la imprescriptibilidad de algunos delitos que no se sabe bien por qué naturaleza tendrían preferencia sobre otros, como el delito de evasión tributaria y contribuciones a la seguridad social, que tanto daño causan a la hacienda pública y al sistema económico-financiero del Estado. Asociar delitos comunes a aquellos que atacan a la comunidad internacional, como los delitos lesa humanidad se presenta, al menos, como una desproporción, irrazonable y antojadiza. De hecho, recientemente en “Ilarraz”, nuestra CSJN ha dicho que “No todo delito que afecte derechos humanos constituye, per se, una ‘grave violación’ que, según el derecho internacional, deba ser investigado con exclusión del instituto de la prescripción de la acción penal.”

Que no se pierda nunca de vista que toda pena que no se deriva de la absoluta necesidad es tiránica (Montesquieu – Beccaria). Ello equivale a decir que solo usemos el Derecho Penal para los hechos más graves, para aquellos que no pueden ser remediados de otra forma ni por el derecho en cualquiera de sus otras ramas.

En síntesis, la reforma es necesaria y urgente para reconstruir un sistema penal ordenado y accesible para la ciudadanía. Pero solo será legítima si reafirma el principio rector de un Estado constitucional de derecho: el Derecho Penal existe para limitar el poder de castigar y garantizar la libertad de quienes cumplen la ley o, para decirlo en criollo, de quienes no cometen delitos ni joroban a nadie

* Profesor Adjunto por concurso de Derecho Penal I (Facultad de Derecho de la UNCa) y Juez de Cámara del Tribunal Oral Federal de Catamarca

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