El 15 de diciembre de 1973, mi hermana —cinco años mayor que yo— y mis padres se encerraron en la habitación principal de la casa. Yo tenía trece años y ya sabía de memoria que cuando eso pasaba era para que se tomasen decisiones importantes. Cuando por fin salieron, mamá me dio una valija y me dijo que ponga ahí poca ropa con algo de abrigo. ¿Para qué?, pregunté.
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Esa violencia que nos agobiaba
—Nos vamos —dijo.
—¿A dónde?
—No te puedo decir ni podés hablar de “eso” con nadie.
Horas después nos pasó a buscar un amigo de mi padre y fuimos al aeropuerto en su auto. Recién en el avión me enteré que partíamos todos hacia París, donde estaba la sede central de Dégremont, la empresa francesa de la cual mi padre era el presidente en Argentina.
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Nostalgia e identidad
Tanto a mi hermano menor como a mí nos dijeron que nos íbamos del país “por trabajo de papá”. En mi cara se reflejaba mi enojo y confusión y no había París que lo pudiera remediar. Cuando llegamos, mientras mi padre tenía reuniones, mi hermano paseaba, y mi madre lloraba detrás de la puerta de su cuarto en un pequeño departamento en la rue Des Capucines; yo, ingenua, estudiaba para rendir en marzo Lengua de primer año pensando que volveríamos muy pronto.
Mi hermano y yo desconocíamos que desde hacía un tiempo mi padre había recibido tres cartas y luego varios llamados de los Montoneros. Le exigían dinero para “su misión” o matarían a su hijo menor, del cual le detallaron horarios y actividades. En el último llamado, tarde, la noche anterior a irnos, le aclararon que debía ir solo con el dinero a un descampado en el conurbano y seguir instrucciones. De ahí que, amedrentados, tomaron la decisión de irnos todos sin avisar a nadie. Solo al jefe de mi padre, en Francia.
Mi padre, al segundo mes, llegó de vuelta de la oficina de París una de esas tardes de frío con la novedad de que nos iríamos a vivir a Brasil, salvo mi hermana, que debía empezar la facultad, y entonces se quedaría en Francia. Todo era un delirio para mí; la sensación de desamparo crecía en mi cabeza.
Al llegar a San Pablo, y después de unos meses de tratamiento psiquiátrico, mi madre fue internada para lo que llamaron una “cura de sueño”. Un día, mi padre nos llevó a mi hermano y a mí a verla a la clínica; y al quedar parados los dos a los pies de su cama, ella dormida, como de cera, solo atiné a rodearle los hombros a mi hermano y quedarnos así por un rato.
Yo sufría en silencio y me era imposible adaptarme. Pasaron dos años en donde mi madre solamente tenía energía para concurrir a las sesiones con una psiquiatra argentina radicada allí.
Una mañana, me levanté temprano y papá me invitó a pasar a su cuarto. Mis padres estaban charlando en la cama antes de levantarse y me senté a un lado a escuchar; esa mañana me contaron de las amenazas de muerte de los Montoneros, les pregunté porqué nos habían ocultado la verdad y me dijeron que habían tenido miedo de que escribiéramos cartas y nos localizaran. Luego, en Paris, el jefe de mi padre le propuso crear la filial de la empresa en Brasil.
Abracé a mi padre y les dije llorando:
—Estaba triste y enojada por lo violento que fue todo, y eso me hacía odiar estar acá, no sabía que ustedes también sufrían, perdón.
Fue entonces que todo fluyó como magia, y pude comenzar a sentir a Brasil como una gran aventura. Aprendí que la verdad sana. Hice muchas amistades y también me enamoré. Tenía casi dieciséis años y la vida me sonreía. Me iba de campamento a la playa con mis amigos y disfrutaba de la naturaleza con inocente alegría. Huía del ambiente taciturno que se vivía en mi casa y me quedaba a dormir en las de mis amigos.
Una tarde volví a casa recitando un nuevo poema que habíamos aprendido en el colegio francés, cuando mi madre me dijo:
—Nos volvemos a la Argentina, mi psiquiatra se vuelve… y nosotros también.
Fue como si un rayo cayera sobre mi cabeza y ya no pude procesar nada más. Los siguientes seis meses hasta que nos volvimos fueron de sufrientes despedidas. La partida fue en febrero del 78.
Al llegar a Buenos Aires, mi madre estaba contenta y sonreía por primera vez desde que nos fuéramos al exilio. Mi hermano y yo comenzamos a asistir a un colegio cercano a nuestra casa. Yo tenía recurrentes pensamientos oscuros; todo lo hacía sin voluntad, en automático. Gobernaba el país la junta militar desde 1976.
Mi primer amor me escribía a diario, y yo inmediatamente le respondía, pero tan solo algunas cartas llegaban a destino, el correo perdía la mitad. A fines de marzo, para Pascuas, me vino a visitar a Buenos Aires. Fueron cuatro días de ensueño; paseábamos por la ciudad de la mano, casi sin dormir para estar más tiempo juntos y nos sentábamos en algún banco de plaza a mirar la vida pasar y a soñar con que algún día todo sería diferente. Soldados armados con fusiles parados en cualquier esquina formaban parte natural del escenario.
Al llevarlo al aeropuerto a tomar su avión de vuelta a San Pablo, una bomba explotó delante nuestro y una mujer voló por encima del capot del auto en el que íbamos hasta caer en la vereda de enfrente. El chofer aceleró y pudimos salir del lugar, pero nos despedimos sumergidos en angustia.
Al volver, había una congestión enorme de autos. De repente, un camión del ejército se detuvo en la banquina y bajaron decenas de soldados con fusiles. Uno de ellos se puso de mi lado y me apuntó:
—¡Documentos!
—Por favor —supliqué y estallé en llanto—, le juro que se lo doy —dije convencida de que me dispararía.
Tenía la sensación de que la violencia me perseguiría en cualquier circunstancia; en mi propio país me sentía repelida.
Comencé a tener pánico de trasladarme sola en colectivo porque me daba terror desconocer el lugar adonde debía bajarme; y lo asociaba con la idea de que había “algo malo en mí”; entonces no se lo contaba a nadie, es más, me esmeraba en ocultarlo porque sentía vergüenza. Por lo tanto, solo me trasladaba en taxi, cuando podía, ya que me sentía confiada en que el chofer sabría donde detenerse al indicarle la dirección.
Esto, que puede parecer algo mínimo quizás, fue tremendamente limitante en mi vida; y uno de los motivos por los que no estudié una carrera universitaria, por ejemplo, cosa que jamás confesé. Decidí estudiar el Profesorado en Jardín de Infantes, al que iba en bicicleta. También me hizo dependiente de quien pudiera llevarme y traerme, y esto fue muy determinante a la hora de elegir una pareja; cometí por ello algunos errores con ciertas personas que fueron nefastas.
Durante el primer año desde mi llegada de Brasil, intenté sostener mi relación amorosa a la distancia, pero el sufrimiento era tan grande que decidí amputarlo. Le escribí un día pidiéndole que por favor me soltara, que no podía seguir así. Mi destino estaba signado para entonces a la Argentina, era menor de edad y la sola idea de mudarme me paralizaba.
Una tarde, mientras volvía caminando del colegio con una compañera, le dije:
—Hace mucho tiempo que en mi familia solo consumimos miedo.
Seis años después, y tras una relación larga, mi primer amor me escribía y viajaba para convencerme de que volviera a Brasil y empezáramos de nuevo; ya éramos mayores, me repetía con razón, y podíamos decidir; y yo, a pesar de desearlo con todas mis fuerzas, y sin saber por qué, sentía pánico.
A los treinta años, un verano, conocí a alguien, y huyendo del miedo y la incertidumbre, al poco tiempo me casé; tuve una hija que deseé mucho, y luego de años de sufrimiento, me divorcié. Crié a mi hija como una persona fuerte y con alas. Desde pequeña, ella me contaba que su deseo era irse a vivir a Londres o a Nueva York. Yo la escuchaba y le preguntaba:
—¿Y no extrañarás?
—Viajarás, mamá —me contestaba muy resuelta con tan solo ocho años, y yo contaba las monedas.
Algunos años después, en una terapia me di cuenta de que lo que había padecido todos esos años había sido una fobia. El ponerle nombre fue clave para mi autoestima. Entonces… yo no era tonta. Y no paré hasta lograr superar al enemigo descubierto. Recordé en terapia el día en que me animé a ir por un camino nuevo, me perdí, pregunté, y retomé el circuito sin ningún temor. Al llegar a destino, estacioné y me largué a llorar: había vencido mi fobia.
Entonces, teniendo ya más de cincuenta años, lo primero que vino a mi mente fue: ahora que no hay obstáculos, tengo que contarle todo a mi primer amor porque recién ahora estoy libre para reencontrarnos, o para volver a enamorarme de verdad de otra persona. Le escribí; nos encontraríamos en Colonia.
La tarde en que él llegaría se hizo noche cuando una copiosa lluvia lo retrasó. Yo lo esperaba en una posada. Llegó una hora después:
—Entonces acá estás —me dijo.
Y nos abrazamos.
En la cena le conté con detalles lo que había descubierto; el motivo por el cual no había podido corresponder a sus demandas. Él me dijo que todo ese tiempo había percibido que había algo oculto, porque en mis miles de excusas jamás le había dicho que ya no lo amaba. Luego me animé a preguntarle si era feliz. Me dijo que tenía una hermosa familia y que trabajaba en lo que le gustaba.
Sentí una punzada en el pecho y, al instante, felicidad por él.
Esa historia se cerraba y comenzaba otra para nosotros; como amigos, casi como familia. Y para mí, nacía por fin el espacio en mi corazón para un amor verdadero.
Fue dos años después, que conocí a quien es, sin dudarlo, el amor de mi vida: mi actual marido. Puedo decir que, si tuve que sufrir todo lo ocurrido para merecer este premio, me siento bendecida. Cada día, a levantarnos, nos abrazamos en paz, agradecidos; con la sabiduría que da el haber conocido la lucha, el sufrimiento y la pérdida, y haber encontrado una forma de salir de las oscuridades para poder valorar entonces lo esencial de la vida.
Hoy mi hija vive en Londres con su novio y trabaja mucho para superarse. Lo va logrando. Cuando la extraño demasiado, recuerdo el día en el que me dedicó unas palabras cuando me casé con mi actual marido: “Mi mamá es una persona fuerte, de ella aprendí muchas cosas, pero lo que más me gusta recordar es que me enseñó a no vivir en la tibieza”.